Galicia ¡oh, Galicia!
Galicia y yo mantenemos una sólida relación de amor-odio.
La detesto por enamorarme con sus hermosas playas y no poder apreciarlas por sus gélidas aguas traicioneras, por necesitar el coche para ir a todos lados haciéndome recordar mi vida en Badalona-Barcelona y el poder tener todo a mano. La odio por estar tan lejos del lugar donde mis pocos seres queridos mantienen su residencia. Aborrezco este lugar por sus pequeña concentración de población porque la intimidad es nula. Y la desprecio con toda mi alma cada vez que me hace echar en falta la playa de San Adriá a la que iba todos los días del año, con sus cálidas aguas y su blanca arena, y, por supuesto, su maravilloso clima.
La amo por su increíble historia. La adoro por las historias que me cuentan mis abuelos o los señores con los que entablo conversación mientras espero el autobús para ir a la metrópolis, por no caber en mí cada vez que veo tanta vida animal, por poder tener caballos, perros, gatos, cabritillos, etc. y poder quererlos. Quiero a Gallaecia por su resurgimiento ante todos los desplantes de Hispania. Idolatro su cultura celta.
No quepo en mi de alegría cada vez que me da por explorar y comienzo a pensar en todas las historias que podría haber sobre ese lugar.
La Muralla de Lugo, la playa de As Catedrais, as rías galegas... fueron amor a primera vista.
Me encanta que Rosalía de Castro exhalase su primer aliento y expirase su vida en este lugar mágico y que nos haya dejado tan precioso legado con Cantares Galegos y Follas Novas.
Y aunque odie este lugar cuando llueve sin parar y prefiera ver la luvía muchísimas veces desde algún lugar de mi amada Londres, la incomunicación o sus gélidas aguas, nunca olvidaré el gozo que siento cuando aparece un arco-iris tras los primeros rayos de Sol después de una tormenta, las historias y los maravillosos monumentos que tengo en mi segunda casa.
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